domingo, 27 de diciembre de 2009

Mandamientos incumplidos

Iba de regreso, probablemente (¿o valdría más la pena decir lamentablemente?) a su casa. Prospecto que, sólo por principio, debía deprimirlo. Era joven, no tenía mayor responsabilidades, excepto aquellas que le imponía el código de conducta de la juventud de la sociedad capitalina la cual le exigía tres cosas:(1) hay que estar ebrio por lo menos uno de los días del fin de semana, so pena de ser considerado irremediablemente gallo, (2) debes agarrarte por lo menos a una mujer al mes, o por lo menos fracasar en el intento, so pena de ser considerado un homosexual y (3) debes salir a divertirte en las noches de fin de semana, pues esta es la única manera de cumplir con los requisitos 1 y 2. So pena de que el sentimiento de culpa que acarrea el incumplimiento de los mencionados requisitos 1 y 2 sea tan fuerte que te deprima (y te haga sentirte como un perdedor).

Las estaciones pasaban y la posibilidad, bastante alta, de que hoy, por tercer viernes consecutivo, incumpliría los sacrosantos mandamientos. 5,4,3 estaciones más cerca de llegar. Parecía existir una relación inversamente proporcional entre los metros que vertiginosamente recorría el vagón del metro, espabilando a su destino, y la posibilidad de que ese día pudiera disfrutar de una noche amena, repleta de copiosos vasos plásticos contentivos de bebidas espirituosas, plática interesante y compañía femenina, dispuesta a entrenerse un rató con él, claro está.

La vorágine de la angustia arrastraba irremediablemente sus pensamientos al foso donde habitaban en sagrado matrimonio sus complejos y su falta de autoestima. Aunque trataba de aparentar desenfado y nonchalance al limpiarse el sucio de las uñas con el ticket amarillo, su angustía era evidente.

La cerámica azul más que la voz -nada melodiosa- del conductor que anunciaba con desgano "estación Altamira" fue lo que le indicó que había llegado. Subió a paso lento las escaleras, todavía existía un remanente de esperanza. No se atrevía a sacar su teléfono del bolsillo. El mensaje -anhelado- que por la falta de señal causada por la subterraneidad de su transporte se erigía como providencial hidalgo ante el aburrimiento que prologaría el inicio del fin de semana y/o la esperanza de la llamada perdida que fungiría como trampolín a una noche de desenfreno eran algo que no podía ser encarado de manera repentina.

Sólo cuando se encontraba en la cola del metrobús (3 personas más en la cola: dos jóvenes con pinta de ñángaros y una señora que tenía pinta que se dirigía a darle comida a sus gatos) tuvo el coraje de confrontar la amenzante pantalla de su móvil.

nada.

Ni providencial hidalgo ni conspicuo trampolín. Ya todo parecía estar perdido. Invitación alguna, ni plan incipiente, mucho menos la combinación soñada. En la cola del metrobús tuvo la sensación de que toda Caracas estaba en camino a la noche más emocionante de sus vidas. Él, en cambio, se dirigía al epítome de su existencia. Una noche de viernes, sin planes ni prospectos, sin excesos ni irresponsabilidades, aburrida y solo.

Cuando pasó por las Mercedes la convicción de que toda Caracas salía ese día a la noche más emocionante de sus vidas fue reforzada. Qué no hubiese dado por tener un resquicio de diversión en su futuro inmediato. Llegó a la parada (esta vez fue el graffiti en la pared, que rezaba "Galán, llévame contigo a misa" lo que le indicó que había llegado). Subió las escaleras que llevaban a la entrada de su edificio aún con más desgano que con el que subío las que lo sacaban de la estación del metro.

El cuarto alquilado en el que vivía no ofrecía mayor alivio, de hecho más bien actuaba como un catalizador de su desidia. Pensó que todavía estaba a tiempo, sólo eran las 10:30 de la noche, alguien debía encontrarse en la misma situación que él, alguien aduciría de lo angustiado de su voz cuando llamara que necesitaba desesperadamente salir y lo invitaría a la dichosa reunión donde podría dar cumplimiento de manera conjugada a los 3 venerados mandamientos. Quizás una revisión apresurada de su rollodex, 3 llamadas y 5 mensajes habrían sido suficientes para que el panorama cambiase. Pero sus manías obtuvieron lo mejor de él. Cayó irremediablemente en el ejercicio mental de obsesionarse por detalles sin importancia o por sacar de proporción nimiedades cotidianas. El hecho es que terminó convenciéndose de que ninguno de sus amigos querría verse en la necesidad incómoda de arrastrarlo consigo a algún sitio y que ninguna de las mujeres con la que intentaba -infructuosamente- de hacerles comprender de manera pícara, sutil e inteligente que quería con ellas estaría dispuesta a ir siquiera al a esquina con él.

Una botella de ron medio vacía (no estaba en un momento de autoengañarse con toda la mierda del vaso medio lleno) y Taxi Driver de Scorsese serían su compañía en lo que quedaba de noche.

Una hora y cuarenta de la película y cuatro vasos de ron más tarde se quedó dormido, de manera incómoda y resignada, ¿qué podía hacer? se sabía UN PECADOR.

2 comentarios:

Jordy Enrique Moncada dijo...

Gran narrativa Manuel, la disfrute bastante, brindo por los viernes sin planes.

Manuel Andrés Casas dijo...

Gracias hermano!

Espero que tus viernes en Madrid actualmente no esten sin planos.

feliz anio y muchos saludos!